Por: Juan Salazar
En primero del bachillerato un maestro de historia asignó al curso redactar una composición sobre la batalla del 19 de marzo de 1844. Cuando me devolvió mi tarea redactada a lápiz estaba llena de marcas hechas con un lapicero.
Le pregunté al respecto y me respondió: “Todos los acentos que se comió”. Era una forma muy a la criolla de precisarme que no había colocado una sola tilde en el escrito. ¿Cómo supero esa deficiencia? Inquirí con diligencia. Me sugirió que buscará un libro de Lengua Española –no teníamos a la mano a San Google en ese momento- y me aprendiera las reglas de acentuación.
Para el 30 de marzo, asignó otra composición de la batalla conmemorativa de esa fecha, acaecida en el mismo año, y me devolvió la práctica sin las marcas de la primera ocasión y con una felicitación. No solo había aprendido a acentuar, sino que ese maestro me marcó porque a partir de ese momento desarrollé un empeño casi patológico por escribir sin faltas ortográficas.
No olvido otro maestro de Literatura que me motivó a leer por primera vez una obra literaria. Fue “María” del colombiano Jorge Isaacs, la única novela de ese escritor y político que llegó a convertirse en una de las más leídas del romanticismo. Desde ese instante, germinó en mí una pasión por los libros que me llevó a leer la mayoría de los clásicos. Lamento mucho no recordar los nombres de ambos educadores.
Pero como no recordar a mi maestra del nivel inicial, Lucía Solís, quien en un colegio que fundó mi padre, me inculcó la importancia de la responsabilidad y la disciplina como herramientas indispensables para alcanzar los mejores resultados en el proceso enseñanza-aprendizaje. De ella si recuerdo su nombre, porque he mantenido el contacto con su familia y recientemente me saludó afectuosamente al comentar uno de mis artículos dominicales que compartí por la red social Facebook.
Ya en educación superior, también tuve maestros con una vocación inquebrantable y una aguda perspicacia que les permitió descubrir mis potencialidades y debilidades.
Y si luego de concluir la carrera de Comunicación Social terminé como docente en esa área, se lo debo en gran parte a esos maestros que en mi etapa de estudiante sembraron en mí el amor por transmitir conocimientos.
Quienes me conocen bien saben que tengo dos pasiones que van en paralelo, porque ambas me han dejado los momentos más gratificantes en el ámbito profesional: El ejercicio del periodismo y la docencia.
Alguien recientemente se sorprendió porque me oyó decir que uno de los lugares donde me siento más feliz es en la universidad donde imparto clases desde hace 17 años, aunque admito que, en los últimos años, observar a estudiantes cada día menos comprometidos con su formación profesional, algunas veces me ha llevado a pensar si vale la pena dedicar tantas horas de la semana a esa labor que genera ingresos insignificantes.
Pero esa noble tarea de enseñar, esa vocación que corre impetuosa por las venas, en mí funciona también como una catarsis, principalmente cuando recibo las retroalimentaciones de estudiantes que se esfuerzan cada día por prepararse con entusiasmo.
Y cuando surgen esos pensamientos del retiro, también llegan a mi memoria esos maestros que me marcaron y dejaron huellas imborrables que se han reflejado en mi ejercicio profesional.
Ese maestro de historia que hizo hincapié en mis deficiencias con la acentuación, no estaba obligado a hacerlo, porque se apartaba de su ámbito de enseñanza.
Pero al incursionar en ese aspecto que no le competía, terminó en un rol más allá del profesor tan centrado en el salario y en limitarse a sus exclusivas responsabilidades, asumiendo el del maestro que forma en las aulas y también para la vida.
El pasado viernes 30 de junio se conmemoró en el país el Día del Maestro, un ente que en los últimos años ha ido perdiendo su categoría de referente social.
Otrora tan venerado y respetado, el docente ha visto desvanecerse su incidencia ante los tiktokers, influencers, youtubers y otros paradigmas de las plataformas digitales, que ahora gozan de la admiración de niños y adolescentes que sueñan ser como ellos.
En el irrespeto a la figura maestro han incidido padres que ahora los encaran cuando corrigen a sus hijos, propietarios de colegios y directores de escuelas que han sepultado su autoridad para disciplinar en las aulas, los propios profesores que asumen con desgano su ejercicio y las autoridades educativas que tan poco se empeñan en su capacitación.
La educación de calidad a que aspiramos como nación sólo será posible, si devolvemos al maestro el estatus que ha ido perdiendo paulatinamente, en un mundo tan dominado por las tecnologías de la información y la comunicación.
Tomando en cuenta que, después del hogar, las aulas son el lugar donde niños, niñas y adolescentes pasan más tiempo, resulta inaplazable restaurar el rol protagónico que tenía el maestro en la formación de los futuros ciudadanos.
Permítanme apelar a la película que ya cité en un artículo anterior, protagonizada por el actor Sidney Poiter, sobre un maestro afroamericano que usa herramientas no tradicionales para lograr un real cambio en la actitud de sus alumnos, desde el punto de vista educativo y como entes sociales.
Aprovecho la recién pasada conmemoración para exaltar y venerar a “mis maestros, con cariño”. Mi respeto y eterno agradecimiento por sembrar en mí conocimientos y valores, pero sobre todo por convertirse en modelos que me motivaron a seguir sus pasos.